Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
Ensayo sobre la ceguera es una fábula pesimista sobre la especie humana; es acaso la única novela en la que José Saramago descree de la inherente bondad de la gente. La ceguera colectiva es alegoría de una sociedad deshumanizada, irracional y materialista, pero es también la negación de esa esencia para postular que sin orden impuesto el hombre virtuoso terminaría revolcándose en su propia mierda.
Tiempo presente. Una extraña epidemia de ceguera blanca comienza a afectar a los habitantes de una ciudad. Las autoridades intentan controlar el brote confinando a los enfermos en los pabellones de lo que parece un viejo y abandonado hospital, pero el problema crece más rápido que la capacidad del gobierno para dar respuesta. Sin embargo, en medio de ellos hay una mujer (Julianne Moore) que no ha perdido la vista, pero que se ha dejado arrastrar para hacerse cargo de su esposo, paradójicamente un oftalmólogo y uno de los primeros en perder la vista.
El brasileño Fernando Meirelles se apega en su adaptación a las imágenes del texto, crea atmósferas de derrota e ignominia con facciones y chusmas disputándose el control del espacio y guardias armados, dispuestos por la autoridad sanitaria para disparar contra los "infectados" de ser necesario. Las secuencias recuerdan constantemente a Niños del hombre (Alfonso Cuarón, 2006) y su fantasía apocalíptica, pero es obvio que Ceguera intenta explorar la vileza moral a la que caen sus personajes, antes que desarrollarse como un thriller en forma.
Es innegable lo logrado por Julianne Moore, el último ser civilizado en aquel ghetto, quien pese a conservar la vista se exhibe increíblemente vulnerable ante un ciego de nacimiento que parece su igual. Ella es la conciencia del colectivo, pero es igualmente incapaz de cambiar las cosas; el privilegio de la vista, de la razón, es nada ante la ruindad y la determinación de un pequeño rey.
Meirelles es efectivísimo en su traducción visual de la devastación y el hambre, pero las imágenes de una ciudad sin nombre, de calles desoladas y comercios vandalizados, en la que casi toda actividad —excepto la búsqueda de comida— ha cesado, no logra darle suficiente efecto a los afanes ciegos de quienes reclaman objetos de valor, intransferibles en un mundo que ya se ha ido a la mierda. |