Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
Escabrosa y elegante, La cumbre escarlata es una cinta de espectros descarnados que llevan consigo secretos de muertes violentas. Con un discreto uso de efectos especiales para crearlos e insertarlos en una pieza diseñada para tres actores, Guillermo del Toro cuenta a través de ellos una historia que se aleja del terror para acercarse mucho más a una torcida reinterpretación de los asesinos de corazones solitarios.
Impresionante en sus detalles visuales y aun en la belleza de la decadencia que muestra, la puesta en imágenes del mexicano pone distancia también con cualquier delicadeza en las formas y despoja a sus personajes de toda inocencia, poseyéndolos de pasiones desbordadas propias del romanticismo del siglo XIX dentro del universo de un cuento gótico.
Su protagonista, Edith Cushing (Mia Wasikowska), es una joven del Nueva York del inicio de la era la industrial, encorsetada por los formalismos sociales de su época, pero que escribe historias de fantasmas mientras acompaña a su padre viudo. Sin embargo, sus planes se ven modificados cuando entra en su vida Thomas Sharpe (Tom Hiddleston), un aristócrata inglés venido a menos, de quien se enamora y con quien se muda a una ruinosa mansión en Inglaterra.
La jefatura del lugar está a cargo de Lucille (Jessica Chastain), hermana de Thomas y quizá el personaje mejor trazado, quien funge como una estricta ama de llaves que impide que las habitaciones respiren. Así, la casona, cuyas características dan el nombre a la historia, se vuelve en sí misma un nuevo personaje de la trama que posee las claves de todos los misterios que se desarrollan.
Refugio de presencias fantasmales y sótanos que parecen rezumar sangre, la mansión se vuelve una suerte de viejo y elegante galeón, poblado de ruidos y a punto de hundirse, pero cuya bodega guarda baúles llenos de efectos personales de sus antiguos habitantes.
Muchos de los misterios de La cumbre escarlata se disipan con demasiada velocidad, lo que permite anticiparse a gran parte de la trama (aunque algún secreto prevalezca hasta el final). Pero el goce verdadero está en el relato visual, en las influencias que van descubriéndose en el trayecto, en la creación de atmósferas, en los elementos reconocibles del universo de Del Toro, quien convierte a las mariposas y las polillas en metáfora directa de las habitantes de su mansión. Quizá es a eso a lo que se refieren los verdaderos conocedores cuando hablan de una una propuesta autoral. |