Juan Carlos Romero Puga| @jcromero
Deadpool busca hacer pedazos las premisas de las cintas de superhéroes basadas en cómics, reírse de los clichés del género, lo cual hace desde la escena inicial de créditos que corre al ritmo de “Angel of the Morning”, de Juice Newton.
Y lo logra en gran medida porque el protagonista, Wade Wilson (Ryan Reynolds), no pretende ser un héroe; su personaje es ex mercenario convertido en un golpeador a sueldo que va en busca de venganza sin cerrar la boca un minuto para hacer un comentario desagradable sobre la cultura pop, sobre la industria cinematográfica e incluso sobre sí mismo.
Demasiado adolescente, demasiado desmadrosa y procaz, la cinta ofrece poco más de hora y media de entretenimiento inocuo con todo y el espectáculo de acción y de destrucción vacía que los filmes de Marvel ofrecen siempre como colofón.
Pero no es la trama lo que en realidad logra que Deadpool capte la atención para bien y para mal, sino la dosis de malicia que Rhett Reese y Paul Wernick, sus dos guionistas, introducen en las líneas de su antihéroe, quien se sabe personaje de ficción y continuamente rompe la cuarta pared para hablar con el público y buscar su complicidad.
Así, lo vemos amenazar a una de sus víctimas con hacerle lo mismo que Limp Bizkit a la música de finales de los noventa, o burlarse de su participación en Linterna Verde, posiblemente una de los desastres cinematográficos más grandes de los últimos años.
La película del debutante Tim Miller requiere, sin embargo, de la plena complicidad de un público dispuesto a ver una historia violenta, en la que hay una estilización de la sangre, abundante lenguaje profano y que en la medida que se alarga pierde un poco de su carácter subversivo, pero que rescata a Ryan Reynolds de sus desastrosas e intrascendentes apariciones en otras producciones de superhéroes. |
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