Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
Después de haber conseguido llamar la atención con su relato de tintes clasistas La Zona, el uruguayo Rodrigo Plá deja una indudable muestra de talento al ir con Desierto adentro más allá de un entendimiento superficial de la encendida religiosidad provinciana que durante los años veinte alimentó de muertos la Cristiada.
La historia sucede en un poblado cercano al desierto, durante los primeros meses de la guerra. Elías (Mario Zaragoza), un campesino cuya esposa se encuentra a punto de perder a su hijo, se empeña en llevar a un sacerdote para asistirla, pero su imprudencia ocasiona una masacre en el pueblo que le cuesta la vida incluso a otro de sus siete hijos.
Repudiado por su propia madre y sin el perdón del sacerdote, el hombre huye con su familia al desierto a esperar la llegada de una señal que indique que Dios lo ha perdonado, consagrando a su hijo más pequeño a una vida de asceta e imponiéndole la labor de pintar exvotos, aislado del contacto con sus propios hermanos.
La culpa y el fervor místico se entrecruzan con temáticas como la represión sexual e incluso el incesto, sin que los personajes acusen la ingenuidad de quien se encuentra totalmente aislado del mundo. Pero el valor de Desierto adentro no está en revelar las contradicciones del fanatismo religioso, sino en la fatalidad que acompaña todo el desarrollo y que plantea, como en la tragedia griega, que los acontecimientos están mediados por la voluntad de Dios.
En el libro cinematográfico de Plá y Laura Santullo hay numerosos detalles que inevitablemente remiten a trabajos como El castillo de la pureza (Ripstein, 1972), pero que también traslucen, por la aridez de sus escenarios y el tono general de la obra, ciertas influencias a nivel literario. Así, pese a su desarrollo líneal, la cinta deja ver imaginación en su hechura; más allá de los personajes, los exvotos pintados por el hijo más pequeño se vuelven una suerte de instantánea que toma vida para contar los pasajes en la tragedia de la familia.
Poco valorado la mayoría de las veces, Mario Zaragoza se destaca como la mejor elección en un reparto sin "figuras", modesto y competente, que logra trascender las figuras de dos dimensiones que dibuja el guion, aun cuando no se profundice en la psicología de cada uno de ellos. Atormentado constantemente por el remordimiento, Elías es por tanto el único a quien se le ve en conflicto consigo mismo, alimentando una obsesión que lo persigue y que crece hasta acabar con lo que tiene; de ahí el título del filme, de ahí la frase final de Nietzsche que reza: "El desierto crece, ¡ay de aquél que dentro de sí cobija desiertos!" |