EL GRAN DICTADOR

DIRECCIÓN: Charles Chaplin
TÍTULO ORIGINAL: The Great Dictator (1940)
PAÍS: Estados Unidos
GUION: Charles Chaplin
FOTOGRAFÍA: Karl Struss, Roland Totheroh
MÚSICA: Meredith Wilson, Charles Chaplin
DURACIÓN: 124 minutos

 
       

Juan Carlos Romero Puga | @jcromero

El gran dictador se estrenó cuando los padres de muchos de nosotros apenas nacían. La guerra en Europa ya había tomado para entonces proporciones inusitadas y Estados Unidos no se involucraría hasta un año después. En aquel momento, Charles Chaplin le dio al mundo una muestra de auténtica grandeza al arropar con una comedia una de las críticas más claras que se hayan hecho a los regímenes totalitarios y la expansión del fascismo.

Abiertamente referencial a la figura de Adolfo Hitler (de hecho el inicio del rodaje estuvo marcado por el inicio de la ocupación alemana en Polonia), El gran dictador cuenta la historia de un barbero judío que lucha al lado del ejército de Tomania durante la Primera Guerra Mundial y que pasa 20 años en un hospital, tras perder la memoria, antes de volver a casa como si nada hubiese pasado.

Paralelamente, en la misma Tomania, Adenoid Hynkel ha llegado al poder y ha iniciado la persecución del pueblo judío, a quien considera responsable de la situación de crisis que vive el país, al tiempo que junto con sus colaboradores empieza a preparar una ofensiva militar destinada a conquistar el mundo.

La trama está planteada en términos muy simples; cualquiera puede dar cuenta del parecido de Benzino Napaloni, dictador de Bacteria, con Benito Musolini, o de la semejanza de Garbitsch con Goebbels, ministro de Información y Propaganda del gobierno nazi. Pero ése no es el gran mérito de Chaplin.

El tamaño de El gran dictador reside en su coraje para tomar posición —con muchísimo humor además— en un conflicto ante el que los estadounidenses parecían estar sordos y ciegos, y en la reflexión del mismo Chaplin, quien hasta años después se sorprendería del alcance de su película, al grado de aceptar que “si hubiera tenido conocimiento de los horrores de los campos de concentración alemanes no habría podido rodar la película: no habría podido burlarme de la demencia homicida de los nazis”.

La película, empero, no transita en la vía del manifiesto ni de la reflexión intencionadamente profunda. Todo lo contrario. Los prolongados soliloquios del dictador en un idioma incomprensible parecido al alemán, el baile de Hynkel con un globo terráqueo en las manos o la carrera con Napaloni por ocupar un asiento más alto en la barbería son momentos de genialidad, a los que no obstante no les falta humor.

La muestra de que el arte es transformador la pondría el propio Chaplin al llegar al desenlace de su historia que curiosamente también fue su primer cinta hablada. A diferencia del dictador que se impone a las multitudes por la vía de las palabras, el barbero judío es más bien reservado e introvertido. Sin embargo, luego de ser confundido con Hynkel las circunstancias lo obligan a pronunciar un discurso para celebrar la anexión de Ostelrich a Tomania.

No tengo idea de cuánto dure el parlamento, pero las palabras de ese pretendido pequeño hombre se convierten en uno de los momentos antológicos de la historia del cine, cuando profetiza: “La desgracia que padecemos no es nada más que la pasajera codicia y la amargura de los hombres que temen la marcha del progreso humano. El odio de los hombres pasará y morirán los dictadores y el poder que arrebataron al pueblo será reintegrado al pueblo y así, mientras el hombre exista, la libertad no desaparecerá”.

Lo increíble sucede porque aunque aquel discurso parezca ingenuo y hoy hayan pasado 65 años de aquello, uno se siente pequeño, emocionado y extrañamente vacío.

 
 
 
 

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