EMBRIAGADO DE AMOR

DIRECCIÓN: Paul Thomas Anderson
TÍTULO ORIGINAL: Punch-Drunk Love (2002)
PAÍS: Estados Unidos
GUION: Paul Thomas Anderson
FOTOGRAFIA: Robert Elswit
MÚSICA: Jon Brion
DURACIÓN: 95 minutos

 
       

Juan Carlos Romero Puga | @jcromero

En 1998, el director Peter Weir asumió uno de sus más grandes riesgos al entregarle a Jim Carrey —un comediante si bien talentoso, con trabajos bastante ordinarios detrás— la responsabilidad de hacer The Truman show. La apuesta fue inteligente y afortunada, tanto como logró serlo el filme.

Embriagado de amor es, en el mismo sentido, un experimento que sorprende de manera agradable, en tanto descubre a Adam Sandler como un actor más grande de lo que se sabía.

En este trabajo, Sandler interpreta a Barry Egan, un hombre solo, con una vida miserable, sumido en una profunda depresión. Entrado en años, Barry ha pasado su vida siendo el centro de las miradas de sus siete hermanas, quienes pese a tener horizontes más amplios no han logrado hacerse una vida para sí mismas. Su cariño mal entendido hace del único hermano varón un tipo castrado, sin vida ni relaciones, que vive para atender, en medio del trabajo, sus constantes llamadas.

Barry es para ese grupo de mujeres el único tema de conversación, de modo que debe soportar, primero, las burlas sobre su masculinidad y, luego, las presiones para que busque una relación.

El personaje le muestra poco a poco al espectador una insospechada ira contenida tras de la fachada silenciosa e introvertida. Esa parte desagradable del hombre bueno —los episodios de furia que lo hacen destrozar un ventanal a martillazos o acabar con un baño a puñetazos— tiene como detonador el recuerdo de humillaciones pasadas que a todos parecen divertidas, menos a él.

Barry es incapaz de manejar su soledad, lo que lo lleva a llorar incontrolablemente y, como él dice, “sin razón”. Paradójicamente, su búsqueda de ayuda lo lleva al único médico que conoce: un dentista, que además es su cuñado; así pues, su grito de auxilio es apagado por el escándalo que parecen hacer todos de su problema.

Sus propias circunstancias llevan a Barry a experimentar con una hot line; su único diálogo posible es torpe, ingenuo; Barry no busca sexo telefónico, busca compañía, alguien con quien conversar. No obstante, a partir de ese evento trivial, su vida sufre un vuelco. A la vuelta de una llamada telefónica se revela un infierno.

Embriagado de amor no es, pese a todo, un filme complaciente. Egan no es rescatado ni sanado por el amor. Su única relación posible se da gracias a que ésta llega hasta sus manos, en la persona de Lena (Emily Watson), una mujer mucho más madura para asumir con los pies en la tierra una nueva relación.

Egan no puede más que moverse entre ese “estado de calma” que encarna Lena, sus problemas —incluido un grupo de estafadores que operan mediante la fachada de una hot line—, y su soledad que lo lleva a llenar sus vacíos mediante absurdos como comprar cientos de cajas de budín para sacar ventaja de una promoción que regala millas en una línea aérea, aunque jamás se haya subido a un avión.

A riesgo de quedarse solo consigo mismo, el personaje de Adam Sandler corre rabiosamente tras Lena y todo lo que ella representa en una vida llena de vacíos. En medio de ello, el director, Paul Thomas Anderson, logra una secuencia muy redonda en la que el comediante y Phillip Seymour Hoffman se trenzan en un combate verbal y gestual excesivamente subido de tono que marca el mejor momento de la película junto con el encuentro final entre ambos.

El realizador logra una película que se sostiene en un solo tono, y en la que no pueden dejar de notarse el peso de los silencios. Son justamente los detalles, los malditos absurdos y las actuaciones lo que sostiene este trabajo de sí arriesgado, y cuyo mayor acierto radica en no traicionar a sus personajes y no tener que explicar todo lo que se ve.

Barry y Lena simplemente no son una pareja para ilustrar el cartel modelo de una comedia romántica estadounidense; la pareja de Watson y Sandler despierta un profundo sentimiento de lástima y a la vez de esperanza. Atrás quedó el “final feliz” de siempre, en el que no queda nada más por imaginar.

 
 
 
 
 
  

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