Juan Carlos Romero Puga | @jcromero

El 20 de febrero de 2001, las intrigas sobre espionaje que los cineastas llevaban a la pantalla correspondían ya a un mundo tecnologizado, en el que —pensamos— habían dejado de tener cabida los informantes encubiertos, propios de un capítulo cerrado de la historia como la Guerra Fría.

Sin embargo, esa mañana, el fiscal estadounidense John Ashcroft, acompañado del director del FBI, dio a conocer la detención de Robert Philip Hanssen, un veterano agente, experto en labores de contraiinteligencia que durante 22 años vendió información clasificada al gobierno de Rusia y de la ex-Unión Soviética, sin ser notado.

Este anuncio oficial, que parece el fin de la historia en sí, es en realidad la primera secuencia de Un enemigo en casa, del director Billy Ray, quien de inmediato se remonta dos meses atrás para detallar la operación que terminó con su captura, logrando no necesariamente una gran historia de intriga que sorprenda por sus vueltas de tuerca y sus revelaciones inesperadas, pero sí un loable thriller de intriga que atrapa en sus actuaciones.

Aunque bien puede acusar cierta superficialidad en el tratamiento de algunos aspectos personales de los protagonistas, Ray rehuye mostrar el impacto nacional de lo que a la larga se convertiría en "probablemente, el peor desastre de Inteligencia en la historia de Estados Unidos", sobre todo cuando éste antecedió por apenas unos meses a los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono.

Su película se centra en el delicado trazo de las personalidades a través de lo que la historia oficial y algunos involucrados han dejado saber del caso. Pocas cosas están tan bien trabajadas como la ambigua moral de Hansen (interpretado por el siempre sorprendente Chris Cooper), esposo y padre de una numerosa familia, católico devoto, miembro supernumerario del Opus Dei, pero que al mismo tiempo era aficionado a la pornografía en internet, gastaba fuertes cantidades en strippers y grababa en video a su esposa mientras tenían sexo.

Un enemigo en casa atina al sólo sugerir las partes oscuras del personaje, quien en todo momento aparece como severo crítico de las fallas y de la debilidad del sistema de inteligencia nacional, área en la que el tenía responsabilidad profesional. Ahí es donde se inserta o donde su vida se cruza con la del joven agente, Eric O'Neill (Ryan Philippe), quien es instruido por Kate Burroughs (Laura Linney), su verdadera superior, para reportar todos los movimientos de Hansen, pero desde la posición de supuesto ayudante del agente.

Insisto, si bien falta profundidad de la que adolece el personaje del ambicioso novato, quien en algún punto de la trama verá casi naufragar su matrimonio por sus obligaciones (lo cual aunque sea cierto se ha vuelto un completo cliché), el relato, lejos de sufrir, se alimenta de la relación jefe-empleado, quienes juegan veladamente un juego de pruebas, mientras intentan establecer un lazo de mutua confianza, sobre todo porque en medio de su trabajo, el joven no logra encontrar aspectos vergonzantes de quien, cuando mucho, parece un hombre religioso quizás un poco demasiado fanático.

Y no es que Laura Linney u otros miembros del reparto no merezcan elogios por su trabajo; es sólo que resulta un agasajo ver a un consolidado Chris Cooper, mientras Ryan Philippe gana madurez actoral a base de aceptar papeles en cintas de no gran proyección (Crash, La conquista del honor), pero que permiten ubicarlo como un joven empeñoso.