|
|
|
|
Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
El segundo largometraje de la directora Clio Barnard es quizá una de las relecturas más desesperanzadas que haya de "El gigante egoísta", el viejo relato de Oscar Wilde. El entorno, sin embargo, ha cambiado por completo. La historia ocurre en un barrio proletario de Bradford, al norte de Inglaterra donde seguimos a dos niños de trece años que viven en hogares miserables, uno más que el otro.
Arbor (Conner Chapman) tiene un problema neuroquímico evidente: le es imposible prestar atención en la escuela, es hiperactivo, tiene ataques de ira, pero en lugar de sus medicamentos toma bebidas energéticas. Su mejor amigo en todo el mundo, probablemente la única persona que lo tolera, es Swifty (Shaun Thomas), otro muchacho sin interés en la escuela y en cuya casa se vive una situación desesperada, pero quien muestra dos cualidades que lo hacen diferente de su desbocado compañero: algo de sensibilidad y compasión por los animales.
Expulsados del colegio donde les es imposible ajustarse a la disciplina uniforme, ambos descubren que pueden hacer dinero recogiendo metal y fierros inservibles que pueden vender a Kitten (Sean Gilder), el hosco dueño de un gran depósito de chatarra a quien no le importan en lo más mínimo los medios que usen sus proveedores de metal para conseguir lo que le venden.
Pieza incómoda de doloroso realismo social, la película de Barnard, elimina el componente redentor de la fábula cristiana de Wilde y se queda sólo con el componente trágico de ésta. El presagio está ahí todo el tiempo: nada tan valioso en una comunidad tan venida a menos como el cobre que corre en interminables hilos sobre las gigantescas torres eléctricas que lo atraviesan; por otro lado, el gigante de este cuento permite que los niños entren a su jardín, siempre y cuando traigan con ellos metal valorizable, así que basta con sumar uno más uno para anticipar hacia dónde intentarán Arbor y Swifty ampliar su negocio.
Notables, las actuaciones de sus dos jóvenes intérpretes, la representación de la vida pobrísima de las familias que cenan frijoles fríos de lata y venden sus muebles a cambio de un día más, la atmósfera que impone el tono anímico con sus campos y su humedad brumosa y, finalmente, el golpe recio y preciso al final del tercer acto que enmudece a la sala y deja a Arbor en el peor de los naufragios posibles, si eso es posible cuando de entrada hay una familia ausente. |
|