Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
Hay una escena en Gomorra que permite entender globalmente lo que plantea cada una de las cinco historias plasmadas en la cinta. En ella, Scarlett Johansson es captada por las cámaras mientras recorre la alfombra roja de una gala. En Nápoles, Pasquale (Salvatore Cantalupo), un maestro sastre que trabaja en un pequeño taller por un salario miserable, reconoce esa pieza única como una prenda cortada por él mismo.
La anécdota es real. Sucedió durante la entrega de los Oscar 2004, cuando la actriz Angelina Jolie apareció con un diseño de miles de dólares de Marc Bouwer, hecho realidad en Arzano por un hombre que ganaba 600 euros al mes, uno de los "artistas" de la Camorra napolitana, capaz de abatir los costos aun frente a la barata mano de obra china, con valor añadido: velocidad y altísima calidad.
La Camorra —esa es la idea del propio Roberto Saviano, autor del best seller que da origen al filme— lo oye, lo toca, lo corrompe y lo controla todo, más allá de la venta de droga en las barriadas o el tráfico de armas. Su poder alcanza los grandes círculos empresariales y hace negocios con gente respetable de la industria de la construcción o del mundo de la alta costura.
Hace unos días, el crítico de cine Ernesto Diezmartínez se preguntaba si Gomorra funcionaría debidamente cuando no se conoce mucho del contexto social y económico en el que se desarrollan las cinco historias que vemos en pantalla. En el trabajo periodístico de Saviano no hay una figura única que controle la actividad criminal, un capo que decida sobre la vida y muerte de los demás; se trata de clanes, cuyos vínculos van siendo revelados a través de la letra impresa.
En el filme de Matteo Garrone, las historias pueden parecen inconexas, pero sólo se trata de una impresión temprana. Además del relato de Pasquale, Matteo Garrone va creando y sumando otras estampas extraídas del libro: la de Don Ciro (Gianfelice Imparato), un pagador de la mafia que entrega pensiones a deudos y familiares de convictos leales, o bien la de Franco (Toni Servillo), un "honorable" hombre de negocios dedicado al relleno de terrenos y hondonadas.
Éstos son los que han crecido y prosperado al amparo de algunos de esos clanes; hay otros más jóvenes en busca del respeto y el poder inmediato que otorga el miedo a quien se sabe que trabaja para la Camorra. Entre ésos están Toto (Salvatore Abruzzese), el niño que debuta como entregador de desleales, y Marco y Piselli (Marco Macor y Ciro Petrone), dos adolescentes sin cerebro con ambiciones infantiles de convertirse en Tony Montana de Caracortada.
No hay mucho qué explicar de la relación que guardan todas esas estampas; escenas como la de un grupo de niños manejando enormes camiones con desechos tóxicos, los datos que hablan de 4 mil muertos, aumento en los casos de cáncer por el irregular confinamiento de residuos y las ganancias del crimen organizado en actividades legales, revelan el invisible hilo conductor de toda la cinta: hay una gran fuerza detrás de cada uno de esos hechos que actúa impunemente y que carece de escrúpulos. Su nombre es lo de menos.
Comparar esa circunstancia con la realidad mexicana se antoja como una simplificación demasiado fácil de hacer. La narcocultura mexicana tiene sus propias singularidades para verla a través de un filme foráneo. |