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Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
¿Qué hay en el mundo que resulte suficientemente atractivo para quien ha decidido abrazar la vida religiosa? Matrimonio, una casa, hijos, un perro. ¿Y luego? Esa es quizá la pregunta más importante que, llegado el momento, se plantea Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia polaca, quien es enviada por sus superioras, antes de tomar los hábitos, a conocer a su tía (Agata Kulesza), aparentemente el único familiar que le sobrevive.
Para la muchacha, el viaje se convierte en el descubrimiento de un pasado que avergüenza a todos. Criada desde muy pequeña en un orfanato católico, su primera salida verdadera al mundo le revela detalles desconocidos de sí misma, como que su verdadero nombre es Ida y que sus desafortunados padres fueron dos de los millones de judíos perseguidos y asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. No obstante, la cinta de Pawel Pawlikowski es mucho más que una nueva revisión de los horrores del Holocausto.
Ganadora del Oscar 2015 en la categoría de Mejor película extranjera, Ida es un trabajo austero, filmado completamente en blanco y negro, lo que ayuda a acentuar no tanto la grisura y la frialdad de la Europa comunista de inicios de los sesenta, como los contrastes entre los mundos que habitan las dos mujeres que vemos en pantalla: una, dedicada a una vida en reclusión y en cuyo horizonte hay un paraíso idealizado; la otra, jueza del régimen, perseguidora de enemigos del Estado y bebedora inveterada con innumerables historias de una noche.
La relación entre ellas durante los días que pasan juntas se ubica por encima de cualquier obvio choque entre una santa y una pecadora; conocerse les cambia la vida lo suficiente para hacer elecciones vitales, pone en perspectiva lo que son y han sido. Una vez que se separan, son coherentes con eso. |
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