Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
Hay una escena aparentemente trivial dentro de J. Edgar que se repite con cierta insistencia. En ella, el legendario director del FBI, J. Edgar Hoover (Leonardo DiCaprio) hace antesala en la Casa Blanca con unas pocas hojas en la mano que ordena cuando el presidente lo invita a pasar a su oficina.
Si bien el director Clint Eastwood decide no recrear ninguna de aquellas conversaciones, muestra sutilmente cómo el valor de la información contenida en esas páginas daba a Hoover una gran capacidad de negociación política que le permitió quedarse en el puesto durante 48 años y ocho administraciones, tiempo en el cual revolucionó la investigación policiaca e introdujo reformas que inicialmente respondían al interés superior que era mantener seguro al país, pero que al cabo de unos años se tornaron en la herramienta que le permitiría conservar su influencia y posición.
En la versión de Eastwood, Hoover es un inflexible defensor de una moral conservadora, de tintes xenófobos y homófobos, con convicciones públicas y dobleces en la vida privada. Metódico en su trabajo y obsesivo en su tarea de aniquilar a quienes juzgaba como indeseables, el primer y más longevo jefe del FBI trabajó de manera decidida en integrar un ambicioso registro nacional de datos que permitiera identificar a cada ciudadano mediante una tarjeta con sus huellas digitales y una clave única que permitiera localizar rápidamente a cualquier persona que hubiese cometido un delito.
La historia salta a distintos puntos clave de la carrera del protagonista, a quien le reconoce su determinación para incorporar la ciencia forense a las indagatorias de crímenes y haber formado una oficina con investigadores altamente especializados. Por otro lado, mira al hombre que habiendo llegado para serle útil a su país, pasó suficiente tiempo en el puesto para volverse un tirano e imponer su propia idea de justicia.
Director y guionista deciden abordar también los rumores sobre la homosexualidad puertas adentro de Hoover, la ambigua relación con su madre y la discreta relación que sostuvo con Clyde Tolson (Armie Hammer), su mano derecha en el FBI. A través de ello, la cinta enfatiza las contradicciones del personaje, quien al tiempo que negaba su identidad, gustaba de las escuchas telefónicas y de mirar por el ojo de la cerradura a políticos y figuras públicas para escarbar en sus pecados y manejarlos a su antojo.
Edgar aparece como un hombre determinante en la historia de Estados Unidos, capaz de cambiar la admiración de la gente por los gángsters en los años posteriores a las crisis de 1929, por el respeto a los representante de la ley, lo cual hacía financiando historietas policiacas y películas como G-Men (William Keighley, 1935) que tenían como fin mejorar la percepción de la gente sobre el trabajo de su oficina, por lo cual no tenía empacho en alterar la verdad, pues sabía que los medios formaban opinión. A Hoover ciertamente le interesaba el lugar que ocuparía en la historia, quería ser un héroe civil. La cinta de Clint Eastwood intenta darle un lugar en ella, sin desdoro, aproximándose al ser humano. |