Juan Carlos Romero Puga | @jcromero

Es curioso que uno de los diálogos más inteligentes y una de las escenas más conmovedoras de este verano vengan de una cinta de dibujos animados. En Ratatouille, el más reciente filme de los estudios Pixar, Anton Ego, quizás el más temido crítico gastronómico de París, sufre una transformación increíble tras probar un bocado de uno de los platillos más sencillos que pueden servirse en un restaurante.

En muchas formas —se le escucha decir mientras escribe su experiencia— el trabajo de un crítico es fácil... Prosperamos con nuestras críticas negativas, que son las más divertidas de escribir y de leer. Pero la amarga realidad que debemos enfrentar es que eso que solemos ver como basura es, por mucho, más significativo y valioso que lo que nuestras críticas dicen.

Para quien esto escribe, Ratatouille es una película hermosamente realizada, con alma propia y con una inusual profundidad oculta, y es que aun sin enunciarlo todo su historia es una lección de que pese a lo que la "sabiduría popular" dice, origen no es destino, de que no cualquiera puede convertirse en un artista, pero que un artista puede surgir de cualquier lugar.

Su protagonista, Remy, es una rata que vive con su pandilla en las afueras de París, robando de la basura para sobrevivir. Sin embargo, sus inquietudes lo han llevado a aprender de la lectura. Gracias a un chef llamado Auguste Gusteau entiende que la comida puede ser uno de los más grandes placeres y que cocinar y crear para los demás es un enorme gozo.

Debido a un accidente, Remy llega a Gusteau's, el negocio de este chef recientemente fallecido y que ahora es manejado por el ambicioso Skinner, otro cocinero experto que ha empezado a cambiar el concepto del lugar. Sin embargo, a la llegada del pequeño roedor, Lingüini, un ayudante de cocina sin talento comienza a obrar maravillas que terminarán cambiándolo todo.

La maravilla en lo logrado por el director Brad Bird es que, aceptando que sus personajes han sido suavizados para un relato animado, la colonia de ratas de la que proviene Remy, sus amigos y su familia no dejan de ser eso: ratas grises de alcantarillas apestosas que se alimentan de los desperdicios. La escena que hace unos meses provocaba la repulsión de miles de personas (ratas corriendo en un restaurante de comida rápida en Nueva York) se repite media docena de veces en Ratatouille. Bird no desnaturaliza a su personaje principal, quien tiene claro todo el tiempo que está excluido del mundo de los humanos, pero como chef decide volverse cuidadoso, caminar en dos patas y no en cuatro, y lavarse las "manos" antes de cocinar.

El realismo de las escenas es asombroso, comenzando por la vista nocturna que el equipo de animación nos regala desde el tejado de un negocio de la capital francesa, hasta los platillos servidos, retratados con una verosimilitud que hacen a uno entender la pasión por los sabores, las esencias y las combinaciones. Simplemente sensacional.

Enormemente superior respecto a otras cintas de Pixar como Cars y la sobrevalorada Buscando a Nemo, por su expresividad y su capacidad de transmitir ideas sobre la importancia de tener el coraje se ser lo que uno quiere, Ratatouille da de paso una sutil lección a otros estudios de animación que han preferido invertir en mediocres secuelas de productos exitosos y en vulgares copias de otras películas a las que sólo se les cambia el empaque.