Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
En los primeros minutos de Submarino, vemos a dos muchachos haciéndose cargo de su hermano, un recién nacido totalmente olvidado por su madre alcohólica, quien no ha sido capaz de darle ni un nombre. Los vemos robar leche y pañales mientras miran con desprecio cómo la mujer que los cría yace en sus propios orines, en el suelo de la cocina.
Tras esa escena inicial, íntima y amable, la cinta de Thomas Vinterberg será una caída continua en la que ese par de niños verá morir al bebé bajo su responsabilidad, y uno y otro tomarán caminos separados que serán donde los encontremos 20 años después, llenos de culpa y de miseria, sin que se pueda afirmar que uno tuvo realmente mejor fortuna que el otro.
Nick (Jakob Cedergren), el mayor de ellos es un expresidiario, solitario y apenas capaz de relacionarse con una vecina alcohólica que le da sexo por nada y un patético amigo tras el cual se esconde un repugnante agresor sexual. El segundo de ellos (Peter Plaugborg) está convertido en padre viudo de un niño de preescolar, cuya atención olvida constantemente por su adicción a la heroína, lo que constantemente los deja sin nada más que pedazos de comida podridos en el refrigerador.
El título del filme hace referencia a un juego infantil, que consiste en sumergir la cabeza en el agua para ver cuánto tiempo se aguanta sin respirar, pero también alude a una tortura de las mismas características.
Al final, después de encontrarse, de decirse "no fue culpa nuestra" y volverse a separar, todos volveremos con ellos al momento inicial en que todo su futuro se jodió, el punto en el que el juego de niños se volvió una tortura, un espacio claustrofóbico y asfixiante del que paradójicamente sólo se puede salir para ahogarse.
Claro que hay una opción más: sacrificarse para que otros dentro tengan oxígeno y puedan seguir respirando. Una forma dura de redención. |