Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
Hace cinco años, la televisión estadounidense estrenó una peculiar serie de comedia llamada Scrubs, que volvió a apostarle al humor absurdo como una forma de entrarle a varias historias sobre las experiencias de un grupo de médicos residentes durante sus primeras prácticas en un hospital. En 2004, el protagonista de la serie, Zach Braff, escribió, dirigió y protagonizó Tiempo de volver (Garden State) una cinta que desgraciadamente nunca llegó a las salas de cine de México, pero que resulta ser un trabajo original, lleno de nostalgia y de inteligencia.
Aunque imperfecto y lleno de altibajos –los primeros 15 o 20 minutos son lentos y confusos– este primer trabajo de Braff muestra por sobre todas las cosas la ambición por encontrar una voz propia y personal. La historia se antoja un poco similar a la que desarrolla Cameron Crowe en Elizabethtown, pero añade muchos más elementos personales y desarrolla extraordinariamente el complejo mundo interno de sus personajes.
Andrew Largeman (Braff) es un actor con cierto éxito que vive en Los Ángeles, que ha optado por mantenerse durante años lejos de su casa en Nueva Jersey, pero que se ve obligado a regresar por la muerte de su madre. Lo curioso es que el personaje es incapaz de manifestar cualquier emoción; el litio que consume todos los días para combatir su profunda depresión lo mantiene en una especie de coma permanente.
Intentando eludir a su padre, con quien prefiere evitar un choque, Andrew se sumerge en la vida de la comunidad, encontrándose con viejos conocidos que lo desconciertan por completo, y hallándose en el camino con personajes como Sam (Natalie Portman), una chica a la que conoce en la sala de espera de una pequeña clínica y quien resume en mucho la calidez y la excentricidad de estos pequeños lugares.
Tiempo de volver es convencional sin serlo del todo. Su director y guionista recurre a una muy modesta historia, pero definitiva en sus detalles. Detrás de sus personajes hay algo de esa belleza dolorida que fue Perdidos en Tokio, de Sofía Coppola.
Zach Braff es más que un tipo que afronta una crisis vital; es un hombre que se sabe fuera de lugar en cualquier lado, que es incapaz de llorar por la más dolorosa de las muertes y que puede describir sin emoción alguna el día en que, con sólo nueve años, empujó accidentalmente a su madre condenándola a la parálisis. La capacidad de Portman para conectar con esa parte de él que lleva tanto tiempo anestesiada se explica porque su propia vida suele tener detalles miserables. Y sin embargo, la conexión entre ambos personajes se da de forma natural, sin arrebatos y sin estridencias, facilitada por la presencia de Peter Sarsgaard, quien juega al viejo amigo que pese a no haber destacado, no es tan tonto para no entender nada de la vida.
Braff explica que siempre estuvo interesado en la historia bíblica del Arca de Noé y la idea de una gran fuerza que hace que el mundo vuelva a empezar. Una de las últimas escenas de su película sucede justamente a bordo de una embarcación encallada al borde de un abismo, que sirve como casa de una pareja cuyo trabajo es cuidar del lugar y cuya felicidad reside en tener y proteger a su pequeña bebé.
Para Andrew, que ha vivido adormecido durante tantos años, ese simple hecho hace que el mundo se reinaugure y lo empuje a salir en medio de un diluvio a gritar a aquel precipicio, en un acto de liberación absoluta. Ahí radica la belleza de la película, en trascender el discurso amoroso, romper a sus héroes en pedacitos, reconstruirlos con humor y mostrarlos perdidos y confusos en sus momentos oscuros y en sus momentos más optimistas.
El tiempo dirá lo que viene para este comediante; lo cierto es que su primer intento en cine es emotivo y cercano para toda una generación que experimentó un difícil paso hacia la adultez, ayudada por los antidepresivos. Quienes sobrevivieron a ello, quienes experimentaron esa insospechada revelación y regresaron a la vida real con sus alegrías y sus miserias disfrutarán enormemente de la cinta. El público en general se encontrará una comedia agridulce con una inmejorable banda sonora, que trasciende los finales enlatados y que deja en el aire la sensación de haber estado frente a un trabajo sumamente valioso. |