ZAPATA: EL SUEÑO DEL HÉROE

DIRECCIÓN: Alfonso Arau
TÍTULO ORIGINAL: Zapata: el sueño del héroe (2003)
PAÍS: México
GUION: Alfonso Arau
FOTOGRAFÍA: Vittorio Storaro
MÚSICA: Ruy Folguera
DURACIÓN: 93 minutos

 
       

Juan Carlos Romero Puga | @jcromero

Cuando Alfonso Arau presentó a los medios su película Zapata, fue lapidario respecto a lo que uno podía esperar de ella: “Violé a la historia, pero no me importa, porque me salió un hijo muy bonito... el departamento de Historia vive en un edificio diferente al departamento en el que vivimos los artistas”. Con un nudo en la garganta, hay que admitirlo: tan pronto uno abandona la sala de cine se siente impelido a buscar cuántos años de prisión establece el Código de Procedimientos Penales por la violación y asesinato de la Historia.

Zapata puede parecer una película pretenciosa, aburrida, pero si algo la define más precisamente es su ropaje de falsificación espiritual y sus accesorios de esotería barata. Los personajes históricos son mero relleno de una historia que ocurre en un universo alterno, protagonizada por un reparto de actores llanamente malos encabezados por el cantante Alejandro Fernández, quien se incorporó al proyecto por invitación de Alfonso Arau, quien explica: “Lo vi actuar en sus videoclips y no me pareció que lo hiciera nada mal”.

La obra provoca risas malsanas de las que uno termina sintiéndose culpable; escenas que lejos de añadir tensión dramática desbarrancan en el humor involuntario. Uno se resiste a ver, se esfuerza en mirar a otro lado, pero no puede parar de reírse de las arbitrariedades del director. Arau se justifica, pues cuenta que hace algunos años tuvo un sueño en el que se le apareció Emiliano Zapata, pidiéndole que contara su verdadera historia, pero no "la acartonada y falsa que se ha convertido en dogma en los libros de historia”. De ahí que cuando Emiliano decide casarse con Josefa, su primera mujer, lejos de intercambiar votos matrimoniales, arras o argollas de matrimonio, lo vemos jurarse amor eterno con atole y tamales (Dios mío).

Basta entonces con comprarse una buena ouija para enterarse —como lo hizo Arau— de que Zapata era en realidad Quetzalcóatl redivivo, un descendiente de Cuauhtémoc, un guerrero sagrado y el último descendiente del largo linaje de los tlatoanis mexicas. Pero no es que tengan que decírselo a uno. Eso se adivina cuando Zapata (interpretado por El Potrillo) le hace ojitos a caballos con facultades extrasensoriales para que lo ayuden a salir de dificultades. A las bestias se suma un trío de chamanas encabezado por una mujer cuyo nombre es Juana Lucio, quien le revela al revolucionario su carácter mesiánico y le hace saber que será sometido a un entrenamiento místico.

Aparentemente inspirada en aquella bruja que en La marca del zorrillo se convertía en aliada de Germán Valdés Tin-Tán, ésta y las otras dos chamanas entran a escena sin aviso y salen de ella, desvaneciéndose en humo tras ejecutar una pequeña coreografía. En síntesis, un derroche de efectos especiales que no se veían —asegura un crítico— desde Odisea Burbujas aquel programa infantil de los años ochenta. Claro que eso de que un caballo y un humano se entendieran tan bien no sucedía tampoco desde Mister Ed.

El personaje más enigmático es sin duda el de Victoriano Huerta (Jesús Ochoa), cuyo único objetivo en la vida es hacerle miserable la vida al buen Emiliano. Tanto, que aparece a lo largo de toda la existencia del caudillo —sin envejecer ni un poquito— e incluso urde con Jesús Guajardo la emboscada contra el caudillo del sur en la hacienda de Chinameca, lo cual resulta más temerario si se se considera que Zapata fue asesinado en 1919 y Huerta había muerto de cirrosis tres años antes. Pero ya quedamos en que Arau está violando a gusto a la Historia.

Añádanle que entre ambos personajes hay además un pleito de faldas, y es que la esposa de Victoriano Huerta, una cantante dizque española de zarzuela, interpretada por la cantante Lucero, se convierte en amante del revolucionario, al grado de que ambos terminan haciendo el amor en una de las habitaciones de lo que hoy es la sede del Gobierno del Distrito Federal —ahí donde alguna vez despachó el regente de hierro Ernesto P. Uruchurtu— mientras al fondo suena "O mio babbino caro". Ya en la cumbre del erotismo, Lucero usa una doble para hacer una peligrosa escena en la que se le asoma un pezón por el corsé.

Pero a don Alfonso Arau le queda mucha creatividad todavía. Dígalo si no el hecho de que a pesar de la gran cantidad de disparos que hay en la película, no hay una sola gota de sangre, ya que al director las heridas que sangran le parecen “un recurso barato”. Según sus propias palabras “pueden notar que éste es un héroe místico que además no mata a nadie durante toda la película”. Si hasta ese momento uno no se ha empezado a reír, Arau, quien también firma como guionista, inserta frases del calibre de “dicen que las balas no tocan a Zapata” o “Zapata está en todas partes”.

La pretensión de hacer una cinta esotérica y espiritual se advierte también en que casi la totalidad del filme se rodó en las ruinas de la hacienda de Coahuixtla, incendiada por Zapata durante la Revolución, pero que más parece Cracovia tras la llegada de los aliados hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. De Eufemio Zapata, ya ni hablar. Caracterizado por Jaime Camil, el hermano del Caudillo del Sur recuerda perfectamente a aquel sketch de revolucionarios que Héctor Suárez y El Flaco Ibáñez representan en Lagunilla mi barrio.

Si usted compró el DVD, ya tiene un muy útil portavasos.

 
 
 
 

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