Contar la historia de lugares malditos, poblados de presencias malignas, seres espirituales perversos que atormentan a las personas, suele ser un talento que no necesita de muchos recursos. Un objeto, acaso una fotografía y la habilidad del narrador para crear atmósferas; lo desconocido se mueve lejos de nuestra mirada, uno cree ver y escuchar, pero lo relevante es que la verdadera pesadilla ocurre en nuestra imaginación.
Mientras el cine de terror de los últimos años se había perdido en el efectismo visual y la fabricación de espectros diseñados digitalmente, El conjuro constituye una afortunada apuesta por la sobriedad, buenos actores, recursos y presupuesto modesto, y una historia original. James Wan, su director, elabora con ello una película de la vieja escuela, que no excluye los golpes de efecto y los silencios que anticipan los momentos de horror, pero cuyos elementos en conjunto son capaces de generar tensión y auténtica angustia.
Inspirada en un caso real ocurrido en 1971, en Rhode Island, la cinta dedica varios minutos a mostrar el trabajo de Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga), una pareja de investigadores de fenómenos paranormales y expertos en demonología y posesiones. Ambos viajan por el país, dando conferencias y llevando consigo evidencia de que el mundo espiritual y oscuro existe; de ahí que unos padres de familia desesperados por los terrores nocturnos que viven a diario en su casa y que empiezan a lastimar, incluso físicamente, a sus cinco hijas, los busquen para rogarles su ayuda.
El planteamiento parece tener poco de novedoso (una familia atormentada en su casa por un ente maléfico), sin embargo, la historia se sostiene durante casi una hora con una economía de recursos notable, apenas algunas imágenes perturbadoras mientras alguien habla de sucesos del pasado, cultos y sacrificios de celebración al Diablo. Basta entonces con que la cámara insista en un lugar o un objeto para que éste se vuelva aversivo o atemorizante cuando vuelve a estar en pantalla frente a nuestros ojos.
El director cede por momentos a la tentación de mostrar de más, a incluir voces fantasmales que susurran explicaciones innecesarias y a la posesión filmada con despliegue de efectos especiales, lo cual contrasta con el resto de una puesta en escena que hasta ese punto resulta modesta. No obstante lo anterior, si algo muestra El conjuro es una absoluta convicción en las interpretaciones de sus actores (incluidos los roles de las niñas) y consistencia en un guion que a diferencia de otros filmes no usa el recursos de la vuelta de tuerca para un desenlace de coartada psicológica, sino que mantiene su premisa de horror sobrenatural.
Igual que Super 8 rescató recientemente lo mejor del cine fantástico y de aventuras de hace 30 años, El conjuro es una agradecible vuelta a las películas de horror de hace décadas, inquietante de verdad.